El primer tiempo de Godoy Cruz-San Lorenzo finalizó una hora después de comenzado. Había habido una larga interrupción cuando desde la cabecera detrás del arco visitante llovían pedazos de loza (arrancados del mobiliario de los sanitarios) que te podían llegar a partir la cabeza en cuatro.
Tras el intervalo, antes de los 2’ ya había recomenzado el festival de proyectiles. Recién ahí, la policía apareció por fin en esa tribuna y fue desalojando hacia las bocas de salida a los violentos. Eso se veía en la cancha; afuera, las cosas estaban peor.
Pero estaban peor desde antes del partido; en todo Mendoza se habla de la salvaje interna de la barra de Godoy Cruz y de su enfrentamiento con la policía. Pero igual, nada impidió que los micros en los que llegó la delegación de San Lorenzo fueran cascoteados (hubo dos heridos).
Lo más ridículo resultó que los barrabravas que tiraban cosas a la cancha, con el propósito de armar caos y frustrar el partido, eran alrededor de una decena. Y bastante fáciles de identificar: la tribuna no estaba llena y los hinchas normales los aislaban y les gritaban “que se vayan todos”. Los delincuentes, además, iban encapuchados y con las caras tapadas.
La policía, primero los miraba desde el campo de juego, a años luz de distancia de donde estaban. Y en todo el entretiempo no fue capaz de hacer nada para sacar a los diez o veinte tipos que arrojaban cosas.
El árbitro y la mayoría de los jugadores querían seguir jugando, al borde de la irracionalidad. Cuando Nazareno Arasa escuchó disparos afuera, suspendió. Era demasiado.
El problema de la barra del Tomba es de larga data, atenta contra el club y los hinchas y socios que quieren alentar al equipo. Pero cómo es posible que la policía mendocina no pueda frenar a 10 o 20 tipos que fueron a parar el partido y lo pararon, es lo más difícil de entender. ¿O la policía tampoco quería que se jugara?