Hace 20 años, Mariana Andrade levantó el cine Ocho y Medio (8 1/2). Por la permanencia, es posiblemente la obra más sólida de una vida dedicada a la relación arte-militancia, que descubrió desde joven, cuando le interesó el teatro, pero también la vinculación con el Partido Comunista.
Muchos la conocen por el cine, pero usted comenzó por las artes escénicas…
Yo empecé en esta vaina desde que tenía 16 o 17 años. Pero fue de la mano de la política y de la militancia. No tenía ganas de ser actor, bailarina, sino de hacer desde el arte la libertad que consideraba válida.
Eran los tiempos cuando había que ser marxista-leninista…
Todos. Absolutamente todos. Si no pasabas por la izquierda, no pasabas nomás. Y éramos unos convencidos. Ya con ‘La Tigra’ salimos muchos del Partido Comunista. Ahí fue un primer quiebre. Pero yo era una convencida. Camilo Luzuriaga era el líder del Frente Cultural. Y había que hacer cine, pero en esa época todo estaba prohibido, hasta el amor, como en la película ‘Entre Marx y una mujer desnuda’, que dice que todo volverá a los tiempos en que todo estaba prohibido, hasta el amor.
La generación que se desencantó de la revolución…
El desencanto vino desde antes, desde finales de los años 80.
¿A qué se debió ese quiebre?
Por el desencanto absoluto con el liderazgo de ese entonces. El culto de la personalidad no es de ahora. En esa época los dirigentes del Partido Comunista lo fomentaban. Era impresionante que todo lo que ellos dijeran era ley. Y una era ingenua. Camilo era distinto. Siempre provocaba un interés hacia lo que decía porque no hablaba desde el dogma.
¿Cómo habrá conciliado la militancia con esa libertad?
Eso debería contestar él, pero ‘Entre Marx…’ es el retrato de nuestra época, el de una generación entera. Yo escribí un artículo que se titulaba ‘Entre Marx y machos al desnudo’, donde sostengo que nuestra generación fue testigo de toda esta militancia y dirigencia de izquierda absolutamente descompuesta y trastocada y, además, violenta.
Es parte de la producción de dos películas en tiempos en que el cine ecuatoriano era una ilusión, de uno o dos filmes por década.
Yo diría que era una utopía. Éramos jóvenes que queríamos alcanzar nuestros sueños, el mundo de igualdad, de bienestar para todos, pero nos engañaron feamente.
Esa militancia la llevó a ser funcionaria…
De esa época rescato la disciplina, la fuerza. Esa generación aprendió a saltar todos los muros posibles. En los 90 éramos la generación cero: cero fondos, cero Ministerio de Cultura, cero Estado, cero escuelas de cine. Y empezamos a crear nuestras obras desde ahí. Y siempre era importante ubicarnos en el lado de la independencia, pero cuestionando las estructuras culturales del Estado, que no existían en los 90.
¿Qué le motivó ser Secretaria de Cultura del Municipio de Quito?
No entré sola. Entré en nombre de una generación que por primera vez desde la militancia cultural ocupaba un cargo público en donde se define la política cultural. No tenía ni tengo relación con el Alcalde anterior. Entré con un equipo de personas con las que ya veníamos trabajando en qué es esto de institucionalidad cultural porque habíamos peleado 10 años por la Ley de Cultura, la Ley de Cine. Pero te topas con una estructura perversa hecha para fallar absolutamente. Las instituciones culturales están hechas para fallar. De hecho, el alcalde Rodas ni siquiera quiso conocer el plan de Cultura que planteamos.
¿Y la Casa de la Cultura?
En esa pelea no me metí. A pesar de que reconozco su valor, fue cooptada por esos militantes, por la generación de los 70, que fue ocupando esos espacios de poder para convertirla en lo que es hasta ahora: una institución totalmente desarticulada.
De los encuentros que ha tenido con los políticos, ¿se puede vislumbrar algún cambio?Me estoy acercando a los finales de mi década de los 50. Hemos pasado por varios gobiernos, y ahora no sé si alcance a ver lo que queremos: el cambio del paradigma de la cultura.
¿Qué tal, Mariana, vivir casi toda una vida de desencanto?
¡Qué duro lo que me dices! Pero es el desencanto de lo institucional, de lo político. A veces creo que no voy a vivir el encanto de ver transformada la visión de la cultura desde el Estado y los gobernantes.
Le queda el Ocho y medio…Yo quería el espacio de libertad que hemos anhelado toda la vida. Era ganarle metros a la ciudad encementada. Tener libertad para ver el cine que queríamos ver, hacer las películas que queríamos hacer, el periódico que queríamos leer. Creo que es el valor de una utopía, un espíritu movilizador. Siempre he estado vinculada a esa sensación de ver las cosas desde el otro lado. Si alguien me dice que algo es imposible, me cruzo a la otra orilla porque lo voy a hacer.
Un amigo dice que los hermanos Lumière inventaron el cine para darle sentido al canguil. Vamos, ¿por qué prohibirlo en su cine, pero sí se permite el vino?
Por el placer. ¿Qué placer hay en comer canguil? No me produce ninguno como sí lo hace el aroma de un buen café o un vino. El otro día lloré con una película. ¿Crees que voy a estar comiendo canguil con todos los sentidos concentrados? El cine es sensación y en eso no voy a claudicar.
Finalmente, no me contestó lo del inicio: usted comenzó con el teatro, hizo mimo. ¿Cómo le fue?
¡Cierto! Con la misma motivación que tengo hasta ahora. Hice un monólogo de Bertolt Brecht en el coliseo Julio C. Hidalgo, como parte del espectáculo, 1945, por la caída del fascismo. Hubo 8 000 espectadores. Ese es uno de mis recuerdos más fuertes, pero no era mi sitio, que es estar detrás de las cámaras y buscar las bases sólidas.
Trayectoria
Fue parte del equipo de producción de la película ‘La Tigra’ y productora ejecutiva de ‘Entre Marx y una mujer desnuda’, ambas del director Camilo Luzuriaga. Hace 20 años levantó el centro Ocho y Medio, en La Floresta, un sitio para ver ‘el otro cine’.