El ídolo está. Es venerado en la bonanza y suplicado en las difíciles, esos tiempos en los que el hincha siente que hasta Dios los archivó en WhatsApp. Pero el ídolo no es de bronce aun cuando merezca estatua: sufre, se desgasta por los éxitos pero padece aún más las decepciones.
En tiempos de conflicto, de ahogo estadístico, de turbulencias incluso políticas además de deportivas, al ídolo le aplica el mismo criterio que a los médicos que no atienden a sus familiares para no traicionar su objetividad profesional: ese riesgo implícito de que un error táctico o estratégico empantane más a su cuadro los abruma, los desgasta. Y los eyecta.
Ricardo Gareca es ídolo en Vélez. O más: es identidad. Los hinchas se sintieron arropados porque al mando estaba uno de los suyos. El entrenador que les dio títulos pero a la vez un juego del cual sentirse orgullosos ya sea con grandes figuras o con jóvenes canteranos devenidos estrellas.
El hombre que llevó a Perú a un Mundial, el que quería Ecuador para encabezar un proyecto de selección, el deté que si no dirigió a Boca fue porque la resistencia del tablón le recordó su mudanza a River en los lejanos ochenta. Un entrenador de probada valentía con robustez emocional como para desafíos exigentes.
Pero a la vez, un ídolo que llegó en auxilio de un Vélez que se autodestruye y que sintió con su llegada lo mismo que los ciudadanos de Ciudad Gótica percibirían si algún día Batman fuera elegido como alcalde: tranquilidad.
Pero la paz no llegó. Y el ídolo -Gareca- quedó embebido por ese estrés que te pega más fuerte cuando hay amor incondicional de por medio. Después de 12 partidos y sólo una victoria terminó renunciando.
La dirigencia intentó que lo reconsiderara pero ya la determinación estaba tomada. Para el pesar de los fanas que volvieron a bramar por el presente institucional pero que saben que él nada tuvo que ver. Como ídolo, siempre estará.