Martín Demichelis celebraba hace 137 días lo que apenas otros ocho técnicos de River habían conseguido: ganar tres títulos. Llevaba poco más de un año como deté y ya se había anotado el récord de 20 triunfos al hilo el Monumental, buena parte en una Liga ganada con dos fechas de anticipación y un fútbol de alto vuelo, aunque con molde híbrido.
Pero aquel triunfo frente a Estudiantes, agónico y sufrido, apenas había logrado elevar la imagen positiva de un deté que venía de recibir su primera silbatina.
¿Cómo un DT puede alcanzar tal reprobación cuando en su haber hay victorias?
Demichelis rompió el paradigma: se quedó con partidos y con títulos pero eso no fue suficiente. No le alcanzó con las victorias porque, en paralelo, se empeñó en apuntarse la escopeta al dedo gordo del pie.
Quedó señalado no sólo por la fragilidad de mandíbula en los mata-mata (Inter de Porto Alegre, Talleres, Central, Boca, ¡Temperley!), por la inconsistencia futbolística y las apuestas sin plafón, sino también por fallas sensibles en la administración del plantel.
El gran quiebre de la era Demichelis fue aquel off the record, cuya filtración detonó la confianza interna y decantó en el divorcio con el ídolo moderno: Enzo Pérez. Decisión poco calculada, que ubicó a Micho como el responsable del éxodo del mendocino. De ahí en más no hubo reconciliación popular.
Porque MD falló en el rearmado del equipo. Porque archivó el paradigma en los clásicos y le cedió el protagonismo a Boca, lo que derivó en la eliminación de la Copa de la Liga. Y todo después de haber criticado un planteo defensivo de Diego Martínez y de desmentir una ruptura amorosa con un fuera de contexto “sigo viviendo en Libertador”. Distanciándose así del estilo comunicacional heredado.
Paradójicamente, en la tierra del resultadismo, a Demichelis con ganar no le alcanzó. Porque no se ganó al hincha.